El trío explorador formado por el antropólogo Julio Ferrer, el maestro geógrafo Luís German Pérez (quien desde el 11 de febrero había reconocido técnicamente la existencia del “conchero”), y yo; nos encontrábamos parados sobre una alfombra de conchas blanquecinas, rompiendo la monotonía del glacis que se extiende desde una veintena de metros sobre el nivel del mar, hasta la avenida que delimita la sabana de Campeche.
El panorama, salpicado de pequeñas tunas “voladoras”, arbustos de cuicas, y comunidades de guasabano, estaba acotado (al oeste) por una quebrada de torrente intermitente que se desprende desde las alturas del cerro La Pava. Escenario que hace posible visualizar una comunidad indígena en las inmediaciones de este áspero y ocre paisaje, si nos permitimos imaginar la cotidianidad de sus vidas y sus quehaceres sobre esta geografía, hace más de cinco centurias.
La marcada presencia de la basura moderna entorpece la concentración: restos de materiales plásticos, ferrosos, y vidriosos, revueltos con escombros de moderna alfarería (tejas y ladrillos), con menudencias de concreto y de granza, todos ellos ajenos a este singular lugar. Basura que nubla la huella de nuestros antepasados, escondiendo un verdadero tesoro arqueológico. Una vez que exploramos el área y su entorno con algo de minuciosidad, surgen como monolitos, trocitos de alfarería indígena diseminados por todo el lugar, con una marcada abundancia en el eje norte-sur. “Basura” de alguna tribu «cumanesa y precolombina» de la inmediata vecindad, que intencionalmente acumuló en ese lugar sus desechos (ahora nuestros patrimonio arqueológico). La magia actúa, y tomamos conciencia de la presencia aborigen, y no quieres moverte para no imprimar con tu grosera huella la fragilidad de los restos de su existencia; estábamos parado sobre el pasado, que yace físicamente a nuestros pies; como esperando nuestra visita.
Los restos cerámicos que visualizamos y colectamos, casi no tienen color, son de tonos grises, marrones, rojos, y naranja, en diferentes tonalidades. Sin embargo la abundancia, diversidad de formas, y variedad de los elementos utilizados en su fabricación, en algo ayudará a reconstruir la prehistoria de nuestro país, y mucho dirá a los expertos respecto al pueblo que acumuló ese “conchero” al que merecidamente hemos bautizamos con el nombre de “Campeche”.
En la segunda visita de nuestro grupo explorador, acompañados de los esposos Bello (de Funda Patrimonio), y mi pequeño hijo Rommel Aser. Tuvimos oportunidad de disfrutar del efecto de la luz de oro que con los primeros rayos del sol, peina y acaricia la superficie del glacis, resaltando los objetos grises y ocres. Entonces por doquier, rodeadas de las ahora pálidas conchas, resaltados por la suave y horizontal luminosidad y separados de la superficie polvorienta (como flotando), aparece una miríada de material aflorado: restos de vasijas y otros “corotos” indígenas, algunos de ellos con trazas de pinturas negras y coloradas, con apliques y accesorios, bases y cuellos de vasijas, restos de “aripos”, y otros de muchas formas (la mayoría ajenas a mi entendimiento). La acción humana neolítica presente y protagónica: trazas de carbón vegetal, restos ahumados al fuego, vértebras de pescados, y algunos artefactos de conchas de botuto. En general vestigios de una técnica de alfarería tosca y sencilla, con decoración a base de tonos oscuros y apliques en forma de volcancito en la superficie o perforaciones en sus bordes. Con una o ambas caras bien pulida, de granos finos que fluctúan hasta un máximo de 1 o 1,5 mm , las capas exteriores diferentes a las del centro, tanto en color como en textura y en la naturaleza de sus granos, y desengrasantes añadidos.
¿Quiénes fueron?, ¿cómo vivieron?, ¿cuándo se establecieron allí, y por cuánto tiempo habitaron ese lugar?, ¿de dónde vinieron?, ¿con quiénes comercializaban?, ¿cuál es el aporte de su existencia a nuestras cultura?, estas y otras muchas interrogante es el reto que deben responder los expertos. ¿Será que podemos preservar lo que queda del yacimiento, para que pueda ser estudiado en profundidad por quienes corresponda?.
Las primeras alegrías por la visita a tan prístino e interesante sitio, se desvanecen cuando en la mesa de trabajo, observo y detallo las fotografías aéreas e imágenes satelitales del lugar. Pronto tomo conciencia de que la monotonía solo es producto de la acción urbanizadora moderna, que eliminó las antiguas terrazas y los barrancones que habitaban los primeros pobladores, borrando sus caminos y casi toda los vestigios de su presencia. De acuerdo a las observaciones superficiales (sobre área inferior a los cinco mil metros cuadrados), solo nos queda: el conchero, y los testimonios fotográficos aéreos; y la esperanza que trabajos arqueológico futuro, revelen los secretos del material no aflorado.
Por ahora sólo podemos compartir e informar, que en las inmediaciones del aeropuerto de Cumaná, existió una comunidad indígena precolombina, que nos legó un patrimonio arqueológico que debemos rescatar y preservar; mientras tanto preparamos el informe técnico que debe reportar este descubrimiento.